Cuenta la historia, que en el Faldar de Macaracas, pueblo llamado así, por estar contiguo a las faldas del cerro Picacho, vivía hace unos años un hombre muy haragán. La agricultura y lechería, estaban entre los principales quehaceres de este pueblito. Pero, al antedicho ni le gustaba trabajar ordeñando las vacas; ni mucho menos, la agricultura; Decía que esos oficios no eran para él.
Su mujer de día lavaba, y de noche tejía sombreros para ganarse sus realitos; No tenían hijos.
Aquel hombre era bien parecido y usaba siempre camisa a cuadros manga larga, desabrochada en el pecho, remangada a medio brazo, sombrero pintado a la pedrada y cutarras de cuero con las correas amarillas.
El, desde muy temprano se alistaba, bañaba y ensillaba su caballo, para marcharse a Macaracas, recorría las cantinas de ese pueblo, gorreando tragos y profiriendo las argucias en las esquinas y los parques , al son del baile típico ,salomando e improvisando versos de cortejos a las buena mozas que osaban en pasar frente al figón .
También, se le veía casi siempre al medio día, en la banqueta de cualquier portal ajeno, imitando con la boca, un efusivo silbido de acordeón, acompañándole con un improvisado tambor.
Así pues, en su corcel rojizo, al trote recorría el poblado de Macaracas todos los días, entre profanadas, chacoterías y dándose la buena vida; Hasta que no se le terminaban todos los cuentos de los simulados negocios y riqueza que decía ostentar, no regresaba al rancho. .
Esta clase de vida, por supuesto, no era del agrado de su servicial mujer; sentimiento que, sin embargo, no preocupaba en lo más mínimo al haragán de chevo, como le llamaban. ¡La vida no es para estar con enojos, mí linda tortolita! Le decía jocosamente a su mujer.
¡Eres peor que un capacho!- le reprochaba aquella, aludiendo al pájaro holgazán de ese nombre, que no hace nido, que vive andando en la noche y durmiendo durante el día en cualquier parte.
El viejo Chebo, que a todo le tenía una respuesta, le decía una chanza o un verso. Y retornaba a sus andanzas al pueblo.
Un día, decidió quedarse en casa, solo para comprobar si era verdad que le quería o no le quería su mujer. Esperó Cuando ella se fuera al río a lavarla ropa, tomó unas cuatro grandes velas, que se encontraban junto al improvisado altar, que había erigido su esposa, para iluminar a la virgencita moñona; además, quitó el crucifijo que le había regalado su padrino, tendió al medio de la sala una colcha en cuya cabecera ubicó la imagen y dos velas a cada lado, encendió éstas, las colocó en los pies de la manta de igual manera y calculando que su mujer ya iba a llegar, se acostó en medio del rancho, haciéndose el muerto. En verdad, entre las luces llameantes y el Cristo, parecía un cadáver el ocioso.
Doña Librada, que así se llamaba su mujer, por haber nacido alrededores del 20 de julio, día de la patrona de las Tablas, al abrir la puerta de la casa dio un tremendo tropezón con el luctuoso cuadro; emitió un grito al cielo, ¡hay Santa Librada! ¡Virgencita mía! Arrojó su balde de “tirrachos”, se abalanzó sobre su marido, y cogiéndole de la barbilla le dijo llorando: "Eusebio, chebito de mi vida ¡Hay, hay chebito! ¡Por qué te has muerto! ¡Ahora qué será de mí!
¡No te enlutes, mujercita!, ¡Estoy vivo!" le habló el burlón, levantándose y corriendo, a saltos como un potrillo relinchón, por el callejón. Librada indignada le dijo: ¡Eres un bufón!...
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